domingo, 6 de mayo de 2018

ramón torrado (5)


Torrado ya se había probado en el cine de pandereta con Castañuela (Ramón Torrado, 1944), al servicio de Gracia de Triana. Llegará a convertirse en uno de los especialistas en el procedimiento llegando a firmar cuatro largometrajes en Cinefotocolor: Rumbo y Debla, la virgen gitana, protagonizadas por Paquita Rico para Selecciones Huguet, y La niña de la Venta (Ramón Torrado, 1951) y Estrella de Sierra Morena (Ramón Torrado, 1952), de vuelta al redil de Cesáreo González y con Lola Flores al frente del reparto.

La acción de La niña de la venta (1951) se sitúa en un pueblo marinero de la costa andaluza. El Catite (Manolo Caracol) es un tipo de una pieza, metido en negocios sucios, pero con clara conciencia de los límites que no se deben nunca traspasar. Lo que se dice un hombre cabal, vaya. En cambio, Reyes (Lola Flores) es el paradigma del salero andaluz, picarona pero inocente, la gracia siempre a punto. Carlos de Osuna (Rubén Rojo), mexicano oriundo de aquella zona, llega a la Venta del Catite para enterarse de qué ocurre en el astillero de su familia, saboteado por el contrabandista Tiburón” (José Nieto). Para disimular su auténtico objetivo se hace llamar Juan Luis y se ofrece a trabajar como mecánico. Pronto le entra por el ojito a Reyes, la sobrina del ventero (Manolo Caracol). Ella le consigue trabajo como mecánico de una barca pesquera e intenta protegerlo. Contratada como atracción musical llega a la venta Raquel (Erika Morgan), cancionista de aires internacionales encargada de seducir al sargento de carabineros (Raúl Cancio) en las noches en que hay desembarco de alijo. Raquel se encapricha de Juan Luis y, cuando se ve rechazada, entra en su habitación y descubre su verdadera identidad. Previene entonces a “Tiburón” y el contrabandista intenta acabar con su vida.

Estrella de Sierra Morena (1952) es, desde el punto de vista de la producción, una suerte de continuación de La niña de la venta, en tanto que repiten en el reparto, junto a Lola Flores, Rubén Rojo como galán, José Nieto y Raúl Cancio en segundo término. El argumento es otra vez de Ramón Perelló y Rafael de Palma. De nuevo la dirección recae en manos de Torrado y la fotografía en las de Berenguer. Sin embargo, aquí terminan las similitudes. Estrella de Sierra Morena desarrolla una intriga convencional de tema bandoleril, apenas alterada por algunos apuntes de comedia centrados en personajes secundarios como “El Ladeao” (Manolo Morán), con más disfraces que Mortadelo, o el petimetre ridículo que aspira a casarse con la sobrina del corregidor y atiende por don Periquito (Juan Vázquez). La partida de Juan María (José Nieto) se enfrenta a la del “Lebrijano” por un asunto territorial. Mientras sus rivales son crueles y no dudan en asesinar, los de Juan María, amén del carácter personal de cada uno, bautizan a la huérfana a la que recogen en la serranía de brazos de la moribunda corregidora (María Luisa Ponte). Además, Juan María tiene a gala ser siempre fiel a la palabra dada. Parece que los de su partida sólo robaran para regalarle algo a la niña en el día de su cumpleaños y que pasasen la mayor parte del tiempo cantando y tocando la guitarra. Si no se deciden a aceptar el indulto del corregidor (Fernando Fernández de Córdoba) es más por una especie de solidaridad entre delincuentes. Rafael (Fernando Sancho), incorporado más tarde que el resto a la partida, será el único en solicitar el perdón a cambio de entregar a Juan María. Si a algún espectador despistado se le ocurriera asociar el bandolerismo decimonónico con la resistencia antifranquista interior, la filosofía sigue siendo la misma que En un rincón de España. Cuando la vieja aya (Juanita Manso) pide al corregidor que aproveche su posición para vengarse de los bandoleros que mataron a su mujer, éste replica:
—La ley no se ha hecho para satisfacer venganzas personales, sino para imponer la justicia.

Es difícil acercarse a la cinta sin asumir que su epicentro es la condición estelar de su protagonista. Si en algunas críticas de La niña de la venta se pedía para Lola Flores un papel con más chicha, en el que pudiera exhibir aparte de su temperamento, su inimitable estilo dancístico y un cierto gracejo en los diálogos escritos para ella, Estrella de Sierra Morena parece concebida a tal fin, con ambientación de época, suntuoso vestuario y un doble papel o un papel que se desdobla, puesto que Estrella suplanta a la sobrina del corregidor cuando en realidad es su hija perdida.

Y, sin embargo, todo apunta a una producción precipitada y modesta. Priva la rapidez en el rodaje una vez más. Por ello, la serranía de Ronda se rueda en Torrelodones, en la provincia de Madrid, y se recurre prácticamente al mismo encuadre para ilustrar el asalto a la diligencia de la madre de Estrella y el viaje de la hija en coche de caballos... veinte años después. Los cuadros de bandoleros en la cueva tienen la pátina del cartón-piedra. La resolución plástica de estos segmentos resulta francamente atractiva, en lo que tienen de cromo romántico, pero lo más alabado de la anterior película —sus marinas y el verismo de las escenas marineras— desaparecen completamente. Claro que aquí, se trata únicamente de facturar un producto que resuma el nuevo estatus estelar de Lola Fores. Torrado aplica todo su oficio a este fin. Después del encuentro de la niña por parte de los bandoleros y la escena más o menos cómica del bautizo en el que se le impone el nombre de Estrella “porque ha caído del cielo”, Torrado recurre a un recurso similar al empleado en Rumbo para presentar a Paquita Rico. Una panorámica recorre las multicolores enaguas y faldas tendidas en el monte mientras escuchamos la voz de Lola tarareando una copla. La panorámica no termina en ella sino en un grupo de bandoleros arrobados por su voz. El suspense todavía se prolonga un momento, porque el contraplano muestra a la actriz de espaldas, colocando unas prendas sobre una roca. Por fin, se vuelve hacia los bandoleros... y hacia nosotros, espectadores.
—Míralos, la cuadrilla de los pasmaos. Pero, ¿es que nunca me habéis visto tendiendo ropa, hijos de mi vida?

El triunvitrato Lola-Cesáreo-Torrado remata el ciclo tras el paso de la estrella por México con María de la O (1958). Alrededor de copla homónima de Salvador Valverde y Rafael de León, engarzaron los autores una sarta de temas musicados por Manuel Quiroga y con todo ello compusieron en 1935 una versión teatral. La presentó María Fernanda Ladrón de Guevara en el teatro Poliorama de Barcelona y pronto se convirtió en centenaria. Aprovechó entonces Ulargui para encargarle una adaptación a José Luis Salado, responsable literario de algunas versiones hispanas en la Paramount europea y políglota de Joinville-le-Pont, y encomendarle a Francisco Elías la dirección y a José López Rubio, veteranísimo de las versiones hispanas de la Fox, la supervisión de la película. Principal diferencia con Debla, la virgen gitana, con la que comparte el tema del pintor payo y la modelo gitana: el guión de Salado es diáfano en lo que atañe al comercio sexual. Soleá la Itálica (Pastora Imperio) vende a su hija y a su hijastra al mejor postor. Es ley de vida, carne de melodrama y lo más cerca que la pandereta llega a estar del behaviorismo social.

Poco tiene que ver con la película homónima dirigida por Ramón Torrado en 1958 y fotografiada por Juan Mariné en Eastmancolor. Esta última es una convencional historia de amor interracial e interclasista de las que Torrado ya había hecho mil, y en la que Lola Flores canta la conocida copla de amores desgraciados antes de volver con los suyos. La cosa arranca con aires de western cuando Luis Suárez (Gustavo Rojo) recibe un tiro en el monte. Lo recogen, malherido, los gitanos de una caravana. Cuando recupera el sentido, Luis decide seguir con ellos hasta Granada hasta encontrarse totalmente restablecido y poder volver a su casa para hacer frente al desconocido que ha disparado contra él. Lo cierto es que María de la O (Lola Flores) le ha robado el corazón desde el primer momento, a pesar de que Miguel (Antonio González "El Pescaílla"), también gitano, está medio comprometido con ella. Aunque el guión es de Manuel Tamayo, poca diferencia hay con aquéllos que Ramón Perelló y Rafael de Palma escribieron para Lola Flores en La niña de la venta (Ramón Torrado, 1951) y Estrella de Sierra Morena (Ramón Torrado, 1952), y Pedro Lazaga y Serafín Adame para Paquita Rico en La alegre caravana (Ramón Torrado, 1953)..

Como en aquéllas en los cantes primitivos están las esencias “y no en ese folclor adulterao con micrófonos que se hace ahora”, como sentencia el patriarca (Manuel Luna) tras explicar que la alboreá es un cante que sólo se puede interpretar en las bodas gitanas porque fuera de la ceremonia, “trae mal bajío”. A renglón seguido, Lola y Miguel interpretan la zambra “El lerele” —que ella porta como bandera desde 1942— en el patio de la casa y reciben la invitación para acudir al Sacromonte. Si hasta ahora la imbricación entre el discurso esencialista de lo jondo como carácter de lo gitano había funcionado a modo de pacto de suspensión de incredulidad con el espectador, la imposible sutura entre las angostas cuevas donde se supone que sucede la acción y el ballet flamenco que Lola Flores —no María de la O— interpreta en un plató de cine con su ciclorama sin fin y sus suelos relucientes deja el artificio al descubierto de tal modo que los términos de la ecuación se invierten: “el folclor adulterao con micrófonos” es la realidad de la españolada cinematográfica y los cantes “auténticos” constituyen una coartada cultural para el espectáculo popular. La progresión escalonada que realizaba Torrado en Debla, entre localizaciones naturales y decorados construidos en plató, se resuelve en María de la O mediante un plano-contraplano cuyo raccord imposible queda desvelado por la salida de Lola Flores del escenario para finalizar el paréntesis espectacular y la entrada de María de la O en el contracampo de la cueva para continuar con el relato.

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