domingo, 28 de abril de 2024

klimovsky, el estajanovista (3)

En 1956 Klimovsky aborda por primera vez la comedia, un género que va a copar buena parte de su filmografía hasta 1962. De la coproducción hispano-azteca Un indiano en Moratilla / Dos mexicanos en Aragón (1958) ya escribimos cuando analizamos el filón mistermarshallista. Vamos con las demás...

Viaje de novios (1956) es la película germinal de la "comedia desarrollista" española. Como buena parte del género está producida por la marca de José Luis Dibildos, Ágata Films. Protagonizan Fernando Fernán-Gómez y Analía Gadé como una pareja casada por poderes que comparte su luna de miel con otras parejas de recién casados y un amigo pelmazo. El argumento bebe directamente de las fuentes de la comedia screwball pero adaptado al clima moral de la España anterior al Plan de Estabilización. Dibildos recuerda que, a pesar de su ingenuidad, la película tuvo sus más y sus menos con la censura. El encontronazo se concreta en veintidós cortes sobre el guión aprobado. Los más pintorescos atañen al adjetivo “maravillosas” aplicado en el libreto a unas piernas de mujer. Al guión atribuye los errores de la película el crítico de ABC, que alaba la interpretación, destacando la versatilidad de Fernán-Gómez y la estupenda pareja que componen Manuel Alexandre y Elvira Quintillá, pero arguye que algunos efectos cómicos de buena ley —entre los que incluye el clásico tartazo— a fuer de repetidos pierden fuerza cómica.

En El hombre que perdió el tren / Marcelino perdió el tren (1957), Klimovsky demuestra una total falta de sintonía con el material que se trae entre manos. Ni las interpretaciones están entonadas ni las escenas tienen el dinamismo que requeriría una comedia brillante como la que le servía el guión de José Santugini. Éste no deja de tener ciertos inconvenientes, sobre los que volveremos más adelante, pero está claro que Klimovsky no termina de cogerle el pulso al asunto. El argumento juega con la confusión de identidades: un agente de seguros pierde el tren que debe llevarle a Madrid y de resultas de ello debe permanecer en la pequeña capital de provincias de Alcona, donde es confundido con un prohombre de la localidad desaparecido tiempo atrás. Maximino López, agente de seguros de la compañía Menfis es un pobre desgraciado. Cuando lo conocemos, en un colmado de un villorrio llamado Valdemorillo intenta conseguir la renovación de la póliza del propietario de la tienda de ultramarinos, pero en Valdemorillo nadie quiere asegurarse y Maximino viaja con poco ánimo y peor suerte a la capital de la provincia, Alcona, donde debe enlazar con el tren a Madrid y a un futuro igual de gris que su pasado. Pero el autobús tiene una avería y Maximino pierde el enlace. Para entretener el tiempo en Alcona sólo se pueden hacer dos cosas: visitar la catedral y el Lago Romántico. Maximino toma un coche hasta la ciudad pero el taxista (Erasmo Pascual) comienza a hacer visajes de espanto apenas le ve. Para el coche con una excusa ante la farmacia y le cuenta al boticario (Mariano Ozores padre) que Francisco Bastiña ha regresado a Alcona y quiere visitar la catedral. Pero resulta que ese mismo día y hora, la mujer Francisco Bastiña, Elena (Rosita Arenas), después de dos años de luto riguroso y medio de alivio, está a punto de contraer matrimonio con Ramón Zaíllo (Tony Leblanc). La gente se espanta al verle. Corren hasta la iglesia e interrumpen la boda de Elena. Los vecinos le han confundido con Francisco Bastiña, médico eminente, músico aficionado y hombre de gran éxito entre el elemento femenino. Elena, que se creía viuda, vuelve a casa convencida de que Maximino es su marido, que ha regresado de una de sus juergas. El hombre con el que le confunden murió hace tres años, pero él, que ha llevado siempre una vida mediocre, tiene que decidir si a lo mejor ésta que se le ofrece ahora no merecerá más la pena que la suya. Los enredos se acumulan: el novio compuesto y sin novia hace de las suyas, él recibe un banquete homenaje y los responsables del seguro de medio millón de pesetas que ha cobrado Elena por el fallecimiento de su marido reclaman la devolución. A pesar de ello, el amor ha nacido entre ambos y Maximino se muestra dispuesto a casarse. Elena le recuerda que ya están casados. Cuando regresan a casa por la noche, Maximino decide irse sin decir nada. Pero Elena se ha enterado de su verdadera identidad.

En algunas filmografías figura como película exclusivamente española aunque otras bases de datos dan el título mexicano —Marcelino perdió el tren— y la productora Oro Films, que en esos años participa en algunas coproducciones como el díptico de El Coyote. La presencia de Rosita Arenas y Armando Calvo, afincado desde la década anterior en México, parece confirmar este extremo. Como acabamos de ver, el título de estreno en México fue Marcelino —y no Maximino— perdió el tren. Acaso el nombre de Maximino pareciera poco viril para el recio mexicano y el probable doblaje ayudó a redondear la operación.

El guión pasa censura previa el 10 de septiembre de 1957: Su “asunto disparatado” y el “carácter cómico del argumento” disuaden a los censores de cargar contra el libreto, puesto que les parece inofensivo. El 13 de febrero de 1958 la película se proyecta para la Junta de Clasificación y Censura, que la autoriza para mayores de 16 años y le da una clasificación de Primera B. En general los censores se quejan de lo convencional de la trama pero todos coinciden en que está desarrollada con habilidad. La película no se estrena en Madrid hasta tres años después de su realización.

En pleno cambio de registro, al tiempo que se recicla en ¿Dónde vas, Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958), Paquita Rico deja atrás su etapa de folklórica y lo intenta con una comedia fantástica a ritmo de cha-cha-chá realizada por Klimovsky: ¡SOS, abuelita! (1959). Sólo han pasado tres años de matrimonio y Raúl (Gustavo Rojo) ha decidido llevarse la cama a otra habitación, dejando sola en el dormitorio conyugal a la atribulada Clemen (Paquita Rico). Su abuelo (Jesús Tordesillas) y el extenso servicio de la casa (Erasmo Pascual, Josefina Serratosa, Aníbal Vela hijo...) se solidarizan con ella, ante lo que les parece un auténtico despropósito. Siguiendo los consejos de su psiquiatra (Tomás Blanco), Clemen organiza una gran fiesta en casa, pero su empeño en cantar habaneras del tiempo de su abuela y en servir refrescos sin alcohol, hace que los invitados abandonen la casa como las ratas un barco que naufraga. Sola en la biblioteca, pide ayuda a la efigie de su abuelita. Ésta cobra vida, abandona el retrato y le propone un cambio. Ella conseguirá que Raúl vuelva con Clemen, en lugar de seguir a Fernanda (Marcela Yurfa) al extranjero, donde sí que existe el divorcio.

El pie forzado de la doble interpretación de Paquita Rico —poco apta para la comedia sofisticada y pobremente dirigida— es el principal hándicap de ¡SOS, abuelita!. El resto del reparto "juvenil", los decorados... todo tiene un aspecto relamido y un poco cursilón, como contagiado del personaje de Clemen. Al mismo tiempo, la supuesta transgresión encarnada en el de la abuelita, no da para mucho más que para beber champán, fumar tabaco rubio y no respetar los semáforos. Así que Klimovsky se aplica a intentar sacar partido de la comedia física... sin mucha fortuna. Queda entonces el interludio musical, resuelto sin demasiado dinamismo, pero fiel reflejo de los sueños de la España desarrollista: alta costura francesa, automóviles y scooters italianos, salones de belleza estadounidenses. 

Aunque no sea la adaptación de una comedia teatral, Un bruto para Patricia (1960) lo parece. Andrés (José Suárez) es un camionero que todo lo resuelve a puñetazos. Igual le da utilizar tan expeditivo método para recuperar las dos mil pesetas que le debe un quídam que cuando Carlos de Carvajal (López Vázquez), el abogado de oficio, expresa su incredulidad sobre el hecho de que no haya sido él quien le haya pegado al tipo los cuatro tiros por los que le han acusado de su muerte. Carlos y su hermana Patricia (Susana Campos) pertenecen a una buena familia totalmente arruinada. Tanto es así que, al volver de su visita a la prisión, Carlos se encuentra con que les están embargando los muebles. La solución es que Patricia se case con Andrés, que heredará una gran fortuna en dólares antes de que le ejecuten si ha contraído matrimonio. Pero apenas ha tenido lugar la ceremonia unos malhechores confiesan haber cometido ellos el crimen y Andrés sale libre. Mientras Carlos tramita la anulación para que su hermana se pueda casar con el badulaque de Adalberto (Pastor Serrador), Andrés le cae en gracia a la acaudalada tía de los Carvajal (Guadita Muñoz Sampedro). Para acabar de enredar las cosas, Lina (María Martín), prima de los Carvajal y aficionada a los dólares, hace todo lo posible por pescar a Andrés.

El argumento avanza a golpe de diálogo y fiado al contraste de los dos ambientes en los que se resuelve todo: el sofisticadísimo de los Carvajal y el sainetesco de Andrés y sus amigos. Las situaciones tontorronas y las interpretaciones mostrencas tampoco ayudan a que esta comedia alicorta levante el vuelo, por mucho que el Eastmancolor y las localizaciones propongan cierta asimilación del modelo desarrollista que Dibildos desarrolla en estos años y para el que Klimovsky había dirigido Viaje de novios. Y es que, desde mediados de la década de los cincuenta, el realizador argentino parece ir haciéndose cargo de los proyectos que no les cuadran en la agenda a Pedro Lazaga o Ramón Torrado, directores de tirón popular a los que al menos se les supone cierta eficacia a la hora de organizar una comedia o de sostener una intriga. En Horizontes de luz, Klimovsky se ve forzado a hacer de émulo de Agustín Navarro y su Quince bajo la lona (1958), o la revisitación en clave de comedia juvenil de las cintas de Torrado que tienen por escenario academias militares. El escenario elegido es la escuela de vuelo sin motor de Monflorite y sus estereotipados protagonistas quedan definidos de un plumazo en los primeros minutos: Chus (Antonio Ozores), hijo de papá; Andrés (Julio Núñez), el romántico solitario; Luis (Julio Riscal), el tenorio del grupo; Carlos (Jorge Martín), el muchacho vigoroso y sano; y Felipe (Torrebruno), el veterano simpático y cantarín. Entre bromas pesadas, competencia por las sobrinas del coronel (Marta Padován y Elena María Tejeiro), nociones básicas de vuelo y algunas canciones va devanándose la madeja del argumento, hasta que Luis intenta lucirse haciendo acrobacias sobre el lugar en el que acampan unas extranjeras. El rescate del accidentado restablecerá el espíritu de sana camaradería que, por otra parte, nunca ha dejado de reinar entre los alumnos-pilotos. Las clases de vuelo proporcionan ocasión para algunas panorámicas paisajísticas desde el aire de una belleza convencional.

Escuela de seductoras (1962) es la primera producción de Fénix Films, la cooperativa montada por Arturo Marcos, que ya llevaba dos décadas bandeándose en el campo de la distribución e invirtiendo en proyectos de su amigo Eduardo Manzanos. Klimovsky acepta el encargo de llevar adelante un guión de José Manuel Iglesias y José María Elorrieta que toma como excusa argumental la comedia de Aristófanes Lisístrata. Pero aquí la huelga sexual de las mujeres para conseguir la paz sólo tiene lugar en el tercer acto y de un modo bastante descafeinado, como corresponde al nacionalcatolicismo que aún imperaba en la censura cinematográfica en 1962.

Toda la primera parte de la película está dedicada a mostrar los métodos de seducción que desarrolla en su academia Lisístrata (Mary Carrillo). Son alumnas destacadas: Teresa (Marta Padován), que pretende cazar a su tiránico jefe (Ismael Merlo); Margot (Conchita Bautista), empleada de unos grandes almacenes y admiradora de un apocado escaparatista (Manolo Gómez Bur); Alicia (Susana Campos), asistente de un científico materialista (Ángel del Pozo) que cree que la luna no es más que el satélite de la Tierra y no una bola colgada en el cielo nocturno apara deleite de los enamorados; y la pobre Filiberta (Gracita Morales), a la que todos engañan hasta que encuentra su auténtico poder. Las lecciones y los ejercicios prácticos, amén del amplio elenco de alumnas, propicia una construcción viñetística que Klimovsky no se preocupa en disimular; es más, parece potenciarla tratando cada microescena como si de un chiste autónomo se tratara y apretando el acelerador para que el espectador no tenga un minuto de respiro y caiga en la cuenta de la inanidad de cuanto está viendo. Claro, que entonces llega el tramo final y hay que armar todo el entramado de la fábula y su moraleja: las imágenes de archivo de la Asamblea General de las Naciones Unidas —algunas convenientemente dobladas— alternan con planos rodados ex profeso en los que los representantes de todos los países argumentan que deben volver a sus hogares para poner la colada o dar el biberón a sus bebés. No es el obligado ayuno sexual lo que impulsa a los hombres a proclamar la paz en plena Crisis de los Misiles, sino la conciliación familiar. La censura pidió que se suprimieran de esta secuencia “los planos y frases de Kennedy y Krushev”, aunque en las copias que podemos ver hoy en día dichos planos están en su lugar. [Teodoro González Ballesteros: Aspectos jurídicos de la censura cinematográfica en España. Con especial referencia al período 1936-1977. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1981. pág. 284.]

Arturo Marcos, asegura que a pesar de las carencias de presupuesto con las que se rodó, la película supuso un negocio redondo gracias a la subvención oficial y los adelantos de distribución, además de estrenarse en un buen local, uno de los Roxy, aunque fuera en la calle Fuencarral y no en la Gran Vía. [Arturo Marcos Tejedor: Una vida dedicada al cine: Recuerdos de un productor. Salamanca: Junta de Castilla y León, 2005, pág. 90.]

A principios de la década de los sesenta, emparedadas entre los wésterns de regusto clásico rodados en España por Michael Carreras o Joaquín Luis Romero Marchent y la eclosión del spaghetti-western, nos encontramos con las piezas artesanales del género facturadas por Ricardo Blasco, Ramón Torrado, José María Elorrieta o León Klimovsky. Son, en su mayoría, películas de indios y vaqueros que trasladan a la pantalla los tópicos de las novelas que quiosco de José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía —salvando las distancias— y surten de producto al creciente número de salas con programas en sesión continua que copan la oferta de ocio en nuevos y viejos barrios de las ciudades de la España desarrollista.

Como suele ocurrir en la revista desde el estreno de La Gran Vía en el Teatro Apolo en 1886, la actualidad juega un papel capital en este tipo de espectáculos. En 1953 se han firmado los acuerdos comerciales y militares que permiten a la depauperada sociedad española acceder a la ayuda económica estadounidense a cambio de que el gigante militar establezca una cuádruple cabeza de puente en el Mediterráneo, gracias a las bases llamadas eufemísticamente “de utilización conjunta” de Morón, Rota, Zaragoza y Torrejón de Ardoz. En esta base aérea de las proximidades de Madrid aterrizará en diciembre de 1959 Ike Eisenhower —el primer presidente de Estados Unidos que visita España— para que Franco se dé un baño de masas recorriendo en su compañía todo Madrid en coche descubierto. La llegada de los militares norteamericanos a la capital ha supuesto una pequeña convulsión en las costumbres y la aparición de un barrio alrededor de la calle Doctor Fleming y del emblemático edificio Corea que se convertirá en símbolo de modernidad y desmelenamiento.

Esta contraposición entre tradición y modernidad está en la base de Torrejón City. Leblanc protagoniza una historia plena de tópicos westerniles donde los anacronismos compiten con las continuas alusiones a la vida cotidiana española: el retrato de Abraham Lincoln comparte pared con el de Cúchares, los clientes del saloon juegan al mus y en Alcalá de Henares, de donde procede Tom el Bueno, la democracia es una rebatiña entre Cánovas y Sagasta. Las cintas emblemáticas del género, como The Great Train Robbery (Asalto y robo de un tren, Edwin S. Porter, 1903) o High Noon (Solo ante el peligro, Fred Zinnemann, 1952), comparten criterio de referencialidad con lo que Tom el Bueno lee “para coger el sueño”, una aventura de “El Guardián del Oeste”, una de las historietas que incluían los tebeos de la colección Águila Blanca de la editorial del diario mexicano La Prensa. O sea, un batiburrillo de aúpa con el que, no obstante, el espectador de 1962 podía sentirse plenamente identificado. Otras cosa son las arritmias que tan heterogéneo muestrario producen en el relato y que hoy en día desequilibran considerablemente su eficacia narrativa. La presencia de Garisa en el papel del tío de la chica —Tío Sam, faltaría más— emparenta el empeño de Klimovsky con Una isla con tomate (1962), una vía por la que Leblanc volverá a transitar en sus cada vez más numerosas intervenciones televisivas, pero que en el cine apenas tendrá eco en La dinamita está servida (Fernando Merino, 1968), tomando como referencia iconográfica Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde, Arthur Penn, 1967).

La reseña de Torrejón City, reproducida aquí parcialmente, se publicó completa en La Abadía de Berzano.

domingo, 21 de abril de 2024

klimovsky, el estajanovista (2)

Yo llegué a la capital de España como un buen lector de Benito Pérez Galdós, conociendo, por tanto, el Madrid viejo y como si se tratara de la cuarta o quinta vez que venía aquí. [...] Volví en el 1953 mientras terminaba la última película que tenía que hacer en Argentina, para realizar aquí una curiosa adaptación del poema romanticón de Campoamor. [Antonio Gregori: El cine español según sus directores. Madrid: Cátedra, 2009, pág. 14.]

En efecto, asentado definitivamente en España, Klimovsky busca su camino un poco a tientas y entra en contacto con el productor Eduardo Manzanos. En algunas filmografías El tren expreso (1954) figura como una coproducción hispano-argentina fechada en 1957, aunque el registro oficial español la acredita como producción exclusiva de Unión Films. Película, pues, de transición, con un pie en cada continente, en la que Laura Hidalgo repite su papel habitual de femme fatale y hermosa esfinge, émula de María Félix. Ya había trabajado con Klimovsky en El túnel (1952) y estaba casada con Narciso Ibáñez Menta, con el que también había colaborado el realizador. Sin embargo, parece que este rodaje en España supuso el fin de la pareja debido a una supuesta aventura romántica de la actriz con el galán de la película, Jorge Mistral.

Mario (Mistral) es un célebre concertista de piano aquejado de una neurosis obsesiva. Abandona pues París, rescinde sus contratos y regresa a España para concentrarse exclusivamente en la música. En la frontera conoce a Andrea (Hidalgo), una dama misteriosa a la que socorre cuando ella intenta arrojarse del tren en marcha. Todos los lugares comunes del artista romántico y de la cultura high brow se dan la mano en El tren expreso. Mario toca una pieza arrebatada en unas fiestas populares y sólo en este entorno vuelve a recobrar la fe en sí mismo. Andrea está marcada por la muerte de sus padres y un matrimonio desgraciado. Durante unos días, refugiados en un idílico pueblo castellano, son felices. Luego, ella pone a prueba su amor. Se citan tres meses después en Arévalo, el pueblo donde ella va a vivir con sus tíos. Si él llega a la estación el 6 de noviembre en el mismo tren expreso que los ha unido y los separa, será señal de que su amor es verdadero.

Salvo la curiosidad de estar basado en un poema de Ramón de Campoamor, poco de reseñable hay en este melodrama, lastrado por unos diálogos ampulosos a más no poder y cargado con cuanto incidente demanda el folletín. Klimovsky tiene fe en el material de partida y cumple con lo que se demanda de él pero poco puede hacer por sacar a flote tal cúmulo de tópicos.

Su siguiente película en España va a suponer un giro en su trayectoria y también signo de su devenir como cineasta durante las dos siguientes décadas. Es así como Klimovsky entra en la órbita de Benito Perojo, con su política de coproducciones en color. Sobre la primera de ellas, La pícara molinera / Le moulin des amours (1954), el lector interesado encontrará en información en la entrada dedicada a las producciones con participación española rodadas mediante el procedimiento belga denominado Gevacolor.

He aquí una sucinta sinopsis y algún apunte de realización que en aquella ocasión quedaron fuera... El capitán, el alcalde y el escribano de Arcos de la Frontera (Antonio Riquelme, Raymond Corday y Manuel Requena) y sus respectivas mujeres (María Gámez, Toni Soler y Matilde Muñoz Sampedro), funcionan como una especie de coro cómico alrededor del cuarteto protagonista. Pascual, el corregidor (Mischa Auer) envía Cristóbal, el molinero (Paco Rabal) a Alcalá de los Gazules a recoger una carga de trigo, de modo que esa noche pueda colarse en el molino. Pero Lucía, la molinera (Carmen Sevilla), le prepara una recepción a base de barreños de agua helada, perros fieros y arcabuces y lo deja encerrado en el molino. Corre entonces a advertir a Jacqueline, la corregidora (Madeleine Lebeau) del comportamiento de su marido. Comoquiera que ella había mostrado interés en Cristóbal esa misma mañana, cuando éste descubre las ropas del corregidor en el molino, cree que su mujer le está engañando. Se las pone y se abre así paso hasta el dormitorio de la corregidora. Ésta y la molinera deciden embromarlo y Cristóbal pasa la noche con Lucía cuando cree haberlo hecho con Jacqueline. A la mañana siguiente las dos mujeres castigan a sus maridos por sus intenciones aunque nada reprobable haya pasado en realidad. Ligeramente osada para lo permitido en su tiempo e intentando sacar todo el partido posible de la carnalidad de Carmen Sevilla, Klimovsky pone su oficio al servicio del ritmo del relato, acentuando los aspectos farsescos del mismo. La presencia de Misha Auer y José Isbert en papeles principales refuerza esta componente, anunciada en los títulos de crédito por el teatrito de títeres de cachiporra.

En cuanto a la participación de Klimovsky en Los amantes del desierto / Gli amanti del deserto (Goffredo Alessandrini, Fernando Cerchio, León Klimovsky y Gianni Vernuccio, 1957), esta vez coproducida por Perojo con Italia, remito al lector a la entrada dedicada a las cintas que Ricardo Muñoz Suay firmó como director adjunto contratado por Perojo.

domingo, 14 de abril de 2024

klimovsky, el estajanovista (1)

“Este es Céspedes”, en Pueblo, 2 de mayo de 1961.

Sirva el rescate de la semana pasada del pase en Super-8 de La saga de los Drácula (1972) como preámbulo a un recorrido todo lo completo que esté en nuestra mano por la filmografía de León Klimovsky, que Mirito Torreiro resumía del siguiente modo:

Cineasta seguro y de buen pulso narrativo, su carrera, rentable en verdad para los productores, se orientó no obstante hacia la facilidad y la carencia de cualquier ambición, lo que lastrará una trayectoria que su buen oficio parecía augurar. Cultivador de todos los géneros y subgéneros entre mediados de los cincuenta y finales de los setenta, hasta el punto de poderse identificar sus títulos con cada una de las corrientes y tendencias en boga en cada momento... [Casimiro Torreiro, en José Luis Borau (ed.): Diccionario del cine español. Madrid: Alianza Editorial / Fundación Autor, 1998, pág. 487.]

Dejamos la cita en suspenso porque precisamente a eso, a realizar la crónica de las andanzas de  Klimovsky en el cine popular español, dedicaremos las próximas semanas. Como en el caso de otras revisiones exhaustivas, no se trata de realizar la reivindicación de un auteur en el sentido cahierista ni de descubrir un puñado de obras maestras, sino de desentrañar el modo en que determinados cineastas supieron servir a la industria -por muy raquítica y pesebrista que fuera ésta- y cómo se relacionaron con estas producciones el público -pasando por taquilla-, la crítica -celebrando o sancionando- y la administración -censurando o premiando- se relacionaron con sus producciones. Klimovsky se desenvolvió en la edad de oro de las coproducciones, lo que le añade el aliciente de comprobar qué decisiones creativas y censoriales afectaban a unas películas que debían satisfacer a públicos distintos y administraciones con diferentes criterios morales.

Nacido en 1906 en Argentina, en el seno de una familia de origen ucraniano, el futuro estajanovista del cine español estuvo trabajando hasta los cuarenta años como odontólogo, aunque compartía si profesión con su pasión por el cine gracias al cineclubismo y la crítica cinematográfica. En 1947 accede por fin a la dirección con la ambiciosa adaptación de El túnel, la novela de Ernesto Sábato. En su día le dedicamos una entrada a las películas que hizo en Argentina y a las coproducidas con España antes de asentarse definitivamente a este lado del Atlántico. Miguel Ángel Plana, el autor de la monografía Leo el rápido. Vida y obra de León Klimovsky [The Force Books, 2021] aseguraba en alguna entrevista que su salida de Argentina podría haber tenido que ver con ciertos roces con el peronismo. En su tesis sobre la intervención del Estado en la cinematografía Argentina, Clara Kriger documenta, al menos, tres casos en los que Klimovsky sufrió el rigor censor: Se llamaba Carlos Gardel (1949) vio amputadas escenas y diálogos; Suburbio (1950-1951) “fue parcialmente refilmada y remontada sin la intervención del director y fue dada a conocer en marzo de 1951”; y Marihuana (1950) “fue retenida y sufrió cambios que le quitaron toda referencia a la realidad argentina”. [Universidad de Buenos Aires, 2006, pág. 135.]

El caso es que Klimovsky se instaló en España y, en algún momento, consiguió incluso la nacionalidad. De aquella conexión trasatlántica me dejé entonces en el tintero una coproducción tardía que no he podido ver, así que es tan buen momento como otro cualquiera para decir sobre ella dos o tres cosas de segunda mano.

A principios de la década de los sesenta son varios los directores argentinos afincados en España, además de Klimovsky, como Tulio Demicheli y Luis César Amadori, o que han incursionado más de una vez en la industria española: Hugo del Carril, Luis Saslavsky, Ernesto Arancibia, Enrique Cahen Salaberry, Lucas Demare... Algunos de ellos han abandonado Argentina debido al cambio de régimen ocurrido tras la sublevación antiperonista de septiembre de 1955.

El cómico Luis Sandrini ya había estado en España rodando ¡Olé, torero! (Benito Perojo, 1948), Maldición gitana (Jerónimo Mihura, 1953) y la coproducción El seductor de Granada (Lucas Demare, 1953). Vuelve ahora para rodar a las órdenes de Klimovsky Y el cuerpo sigue aguantando / Un tipo de sangre (1961), a partir de un guión de sus compatriotas Emilio Villalba Welsh y Ariel Cotazzo, según una comedia de Eduardo Marsili. En España le meterán mano al libreto Mariano Ozores y el propio Klimovsky. Esto es lo que iba a dar de sí la cosa según las gacetillas:

Luis Sandrini, el popularísimo actor cómico argentino, que tantas divertidas comedias ha interpretado y que tantas veces nos ha hecho prorrumpir en irresistibles carcajadas. aparece ahora convertido en un cándido americano que viene a Madrid para tomar posesión dé un terrenito que le han vendido y que resulta ser nada menos que... ¡la plaza de la Cibeles! El desgraciado se ve envuelto en mil calamidades en nuestra capital. Igual le llueven billetes de banco que le extraen la sangre. Desde el palacio de un marqués a una buhardilla del viejo Madrid; desde las garras de una jefa de ladrones que está enamorada de él hasta los brazos de una mujer que él quiere, el pobre Sandrini nos hace reír a mandíbula batiente con sus peripecias, con sus gestos, con sus ojos desorbitados... [“Luis Sandrini compra la Cibeles”, en Pueblo, 4 de mayo de 1961.]

Sin embargo, la crítica no resulta tan halagüeña. Algunos reseñistas la califican de “comedia asainetada con algunos rasgos de ingenio”, pero le reprochan que no sea la “tragicomedia de corte arnichesco” que hubiera podido ser. La dirección, concluye el anónimo crítico de 7 Fechas, “eficaz en algunos momentos”. [7 Fechas, 9 de mayo de 1961, pág. 11.]

domingo, 7 de abril de 2024

klimovsky en salón super-8

Publicado el 16/11/2014 en Dequevalapeli

¿Que de qué va La saga de los Drácula [León Klimovsky, 1972]? Es difícil decirlo a partir de la reducción de la película a la duración estándar de una bobina grande de Super-8 (algo menos de media hora) tal como la vimos ayer en el "Salón Super-8" de La Casa Encendida de Madrid.

La necesidad de reducir el metraje a esta duración convencional obliga a una selección de escenas no siempre acorde con la claridad expositiva, aunque es probable que su distribución para el entorno doméstico tampoco propiciara la inclusión de las sugerencias eróticas que se presumen en una película de 1972 de Profilmes, la Hammer española. Además, el paso del tiempo ha degradado el color de la cinta hasta convertirla en una sucesión de imágenes más o menos magentas en las que la paleta cromática sugerida por Klimovsky (con profusión de rojos) debe ser intuida cuando no imaginada.
Pues con todos estos apriorismos lo que pudimos ver ayer fueron una serie de escenas oníricas en las que se ha recurrido al recurso clásico de untar el objetivo con vaselina para dar a las imágenes un aspecto evanescente. La utilización del ralentí y la aparición de dos personajes harto grotescos refuerzan esta introducción en el universo del fantastique. Todo ha sido una pesadilla de Berta (Tina Sainz) que, embarazada de cinco meses, viaja con su marido (Tony Isbert) al viejo castillo de su abuelo, el conde Drácula (Narciso Ibáñez Menta). No pasará mucho tiempo antes de que el marido sucumba a los encantos de la condesa (Helga Line) y las dos seductoras primas de Berta den buena cuenta de un predicador ambulante (Luis Ciges). No da tiempo para más. Berta se enfrentará a toda la familia para intentar salvar la vida de su bebé, que protagoniza un final tan grotesco como divertido.

El encuentro de Luis Ciges en el bosque con las dos bellas vampiros le proporciona estatus de coprotagonista aunque ni siquiera aparece en los títulos de crédito. Es una de las pocas escenas ajenas al planteamiento —ya de por sí difuso— y al desenlace presentes en la reducción, de ahí su inesperado peso específico en el metraje. La intriga está en desenredar qué quedó fuera, por qué estas escenas y no otras.

domingo, 31 de marzo de 2024

doble censura en san felipe para el superagente 3s3

Fotocromo alemán de 3S3 agente especial (Sergio Sollima, 1966)

La segunda entrega de las aventuras de Walter Ross, 3S3 agente especial / Agente 3S3 massacro al sole / Agent 3S3 massacre au soleil (Sergio Sollima, alias Simon Sterling, 1966), es una coproducción de Cesáreo González P.C. con la firma francesa Les Films Copernic y la italiana Cineproduzioni Associate. Esta última ha conocido un éxito inusitado con la primera cinta de la serie, coproducida con los hermanos Balcázar. Según Sollima, Agente 3S3 Pasaporte para el infierno / Agente 3S3 Passaporto per l’inferno / Agent 3S3, passeport pour l’enfer (1965) habría costado ochenta millones de liras y  dado en taquilla ochocientos, solo en Italia: “Creo que no la vio ningún crítico. ¡En Emilia Romagna una empresa hizo camisetas de 3S3! Fue un éxito que me obligó a seguir por esa senda y me vi condenado —como suele ocurrir en Italia— a hacer una secuela, a encadenarme al género”. [Goffredo Fofi y Franca Faldini: L’avventurosa storia del cinema italiano raccontata dai suoi protagonista (1960-1969). Milán: Feltrinelli, 1981, pág. 212.] 

Un crítico, al menos, sí la vio: el del diario comunista L’Unità. Y no se le escaparon las sutilezas ideológicas de la trama:

La película [...] renueva una vez más los dos mitos clave que actualmente se divulgan a través de la pantalla: el mito tecnológico de la miniaturización (el instrumental microscópico) y el mito-pesadilla de la Organización misteriosa de marca oriental que amenaza a la humanidad. Ambos mitos tienen un denominador común: su origen exótico. ¿No será el género una ingenua y evasiva encarnación cinematográfica del espíritu decadente? [Vice, en L’Unità, 2 de junio de 1965.]

El espectador ingenuo va a ver en 3S3 agente especial a Fernando Sancho en el papel de Siqueiros, el tirano de San Felipe. A esta isla del Caribe —en realidad se rodó en Ibiza— acuden los principales servicios secretos del mundo para enterarse de lo que trama con la colaboración del profesor Karleston (Eduardo Fajardo), al que mantiene secuestrado. Entre los agentes destacados en la isla se encuentran el estadounidense Walter Ross (George Ardisson), el soviético Ivan Mikhailovic (Frank Wolff) y la británica Melissa Shaw (Evi Marandi). Adrián Esbilla ha apuntado con buen ojo, el incremento de la influencia de la saga 007 en esta segunda entrega, aunque no se obvien las alusiones a la realidad contemporánea: 

Sollima introduce un discurso político mucho más fuerte y claro [que en Il segretto Sparviero Nero, de la que tomaría la trama] sobre el intervencionismo imperialista, los “asesores” sobre el terreno y demás, formulados en unos años en donde la escalada de la guerra del Vietnam era ya imparable. Aquí esto se da por duplicado. Siqueiros está rodeado de asesores extranjeros, cada uno con sus propios intereses, pero también manipulado por las superpotencias en forma tanto de dos agentes estadounidenses y soviético como de una espía inglesa que a su vez actúa bajo el disfraz de traficante de armas. Todo extraordinariamente enrevesado. [Adrián Esbilla: Hombres a mano armada: El mundo de Sergio Sollima. Madrid: La Biblioteca de la Abadía, 2022, pág. 48.]

Sin embargo, el órgano periodístico del PCI —cuyas tesis expone paradójicamente Sollima en varios de sus spaghetti westerns— se muestra en esta ocasión aún más agresivo —“narra confusamente las hazañas de cama en cama de 3S3 [y] es una orgía de estupideces, una verdadera masacre de imágenes en la oscuridad” [Vice, en L’Unità, 1 de junio de 1966]—, aunque el reseñista de La Vanguardia destaca sus valores de producción y las localizaciones españolas cuando se estrena en programa doble en la ineludible Can Pistoles: “Nos hallamos más allá de lo conocido y en plena invasión de lo inverosímil. Pero como lo que hoy es inverosímil, mañana pudiera llegar a ser real, no deja de tener su interés”. [Antonio Martínez Tomás, en La Vanguardia Española, 29 de noviembre de 1967, pág. 27.]

La película ya había tenido en España sus pequeños contratiempos con la censura previa, algo habitual en el filón pseudobondístico. Cuando obtuvo el permiso de rodaje, el 5 de agosto de 1961, una advertencia general del organismo ya prevenía a los productores que la acción debía localizarse “en un país imaginario, en ningún lugar concreto”, no fuese a ser que alguno quisiera ver en el tirano a alguno de los dictadores de las repúblicas latinoamericanas hermanas o, incluso, al mismísimo Franco.

El resto de las recomendaciones tenían que ver con los desnudos femeninos o las insinuaciones sexuales.

Pág. 95.- Suprimir la frase de Siqueiros: “Todos los pisos superiores son habitaciones con camas”.
Pág. 106.- Cuidar plano de la ducha y escena siguiente de cama. [...]
Pág. 115.- Cuidar escena de Josefa en la bañera y el final de la escena entre Josefa y Johnny en el diván.
Pág. 126.- Cuidar la indumentaria de Melisa en la cama.
Pág. 137.- Suprimir la frase: “Hacer el amor juntos”. [Archivo General de la Administración, caja 36/04346]

Independientemente del “cuidado” que Sollima pusiera en estas escenas, Agente 3S3 massacro al sole obtiene el beneplácito de la censura italiana para todos los público el 20 de mayo de 1966 y Agent 3S3 massacre au soleil, el de la francesa el 1 de diciembre de 1967 para mayores de doce años. En ambos casos las copias estrenadas rondan los tres mil cuatrocientos metros; esto es, algo más de dos horas. Semejante duración no encaja en lo que debe ser una cinta destinada a los programas dobles de sesión continua, así que el 26 de noviembre de 1966 Cesáreo González P.C. envía una nueva copia al organismo censor español acompañada de una carta en la que se especifican y justifican “las adaptaciones comerciales que por exceso de metraje nos hemos visto obligados a hacer en dicho film”:

Rollo 5º.- Del arranque coche que persigue a Agente 3-S-3, al Agente 3-S-3 que llega cerca de la iglesia. (27 metros).
Del espejo retrovisor del coche del Agente 3-S-3, al plano del coche que le persigue. (29 metros).
De los bidones que caen del coche, al enemigo herido que se levanta del suelo. (8 metros).
Rollo 6º.- De Agente 3-S-3 y Doña Josefa en la cama a Mendoza cuando carga la pistola. (14 metros).
De Agente 3-S-3 y Mendoza con el microfilm, al Agente 3-S-3 con Paquita Barrientos en la finca de ésta. (67 metros).
De Agente 3-S-3 y Paquita Barrientos y amazona que salen de donde llenan botellas Molotof, a la puerta por donde sale el negrito, donde tienen los planeadores. (33 metros).
Rollo 7º.- De 3-S-3 y dos más que bajan por la escalera mansión antigua, a luchadores entrenándose. (45 metros).
Rollo 11º.- De planeadores volando a botellas Molotof. (40 metros).
De plano llamas grande, a Agente 3-S-3 avanza, armado. (27 metros).
Rollo 12º.- De Agente 3-S-3 que avanza por túneles, a puerta rejilla en el techo. (26 metros).
De Mendoza volando puerta, a disco rojo. (5 metros). [Ibidem.]

La mayoría de los cortes atañen a escenas de acción, por lo que parece claro que la productora estaba dispuesta a renunciar a ciertas dosis de espectáculo, primando en cambio la legibilidad de la trama. Acaso para evitar conflictos con las dos coproductoras foráneas o porque el público no se sintiese escamado, la carta termina subrayando que se trata de “cortes voluntarios, totalmente comerciales” y solicita que dichas amputaciones no consten en los cartones de exhibición, “puesto que estando dicho título sin estrenar, no ha habido modificación de cara al público en la línea argumental del mismo”. [Ibidem.]

De todos modos, si nos atenemos a los metrajes que se visaron en Italia (3.327), Francia (3.400) y España (2.922), aún faltarían otros tres minutos. ¿Corresponderían a las indicaciones iniciales de la censura y a una doble versión? Imposible saberlo hasta no confrontar las tres copias.

Addenda del 20 de abril de 2024: capturas de una copia muy deficiente de la versión francesa en las que se pueden constatar las escenas suprimidas por la productora en España.


domingo, 24 de marzo de 2024

espartaco santoni, los hermanos balcázar y los pseudobonds venezolanos

El hombre de Caracas / Il coraggioso, lo spietato, il traditore / Acción en Caracas (Juan Xiol Marchal y Edoardo Mulargia, 1967) y Goldface / Goldface, il fantástico superman (Bitto Albertini, 1967) son sendas coproducciones entre la italiana Cineproduzioni Associate de los hermanos Maggi, los también hermanos Balcázar y, aunque no figure oficialmente en parte alguna, un grupo de inversores venezolanos a través de la compañía de Espartaco Santoni. [Piti Español: Josep Anton Pérez Giner: La veritable historia de l’innombrable. Barcelona: Pòrtic / Filmoteca de Catalunya, pág. 88.] Al parecer, se ruedan back to back con, pero a Venezuela sólo viajan el jefe de producción Pérez Giner y el decorador José Antonio de la Guerra. Allí reside por entonces el abogado sevillano Víctor Barrera, que terminará asumiendo el papel de teniente de policía en Goldface. [La abadía de Berzano: "Entrevista a Víctor Barrera, aka Víctor Alcázar, aka Vic Winner".]

El argumento y el guión de El hombre de Caracas quedan acreditados a nombre del italiano Franco Enna, aunque algunas fuentes citan también a José Antonio de la Loma. En la copia española la montadora es Teresa Alcocer, jefa del departamento en Balcázar, y como director único Xiol Marchal, aunque Hélène Chanel, una de las actrices, asegura que en el rodaje sólo estuvo Mulargia. [Citada en Daniele Magni: Segretissimi: Dizionario dei film spionistici italiani anni '60. Milán: Bloodbuster edizioni, 2020, pág. 83.] En la copia italiana el crédito reza: “Una película de Edward G. Muller [Edoardo Mulargia] / dirigida por Juan Xiol Marchal”. 

El argumento, según sigue... Un grupo guerrillero asalta un convoy militar de transporte de armas y mata a sangre fría a los militares que le daban escolta. El teniente Vargas (Espartaco Santoni), que se hace pasar por un oficial acusado de alta traición, aprovecha un traslado a la enfermería para escapar del campo de prisioneros e incorporarse a la organización que suministra armamento a la guerrilla. El espectador sabe desde el principio que es un infiltrado y que su objetivo es desenmascarar al cabecilla.

En lo que concierne al género, El hombre Caracas es una película de aventuras. El primer cuarto de hora se atiene a las convenciones del cine presidiario, prosigue con la intriga sobre si Vargas será capaz de sobrevivir a la trampa en la que se ha metido y, de pronto, después de una hora de metraje, se instala en el tópico spionistico con la pelea en el teleférico de la capital venezolana —en el ciclo 007 no llega hasta On Her Majesty’s Secret Service (Al servicio de Su Majestad, Peter Hunt, 1969)— y la reunión de traficantes de armas literalmente en la cumbre del Cerro Ávila. Y todavía queda una persecución por tierra, mar y aire entre las torres de perforación petrolífera del lago Maracaibo, rodada con medios —coches de policía, lanchas, helicópteros— pero en la que Vargas no tiene protagonismo. Por lo demás, es un agente propenso al masoquismo, pues recibe innumerables palizas, algunas de las cuales le dejan marcado para una buena temporada. El final, aunque en clave cómica, no es una excepción.

Goldface es consecuencia inmediata del éxito de Superargo, el hombre enmascarado / Superargo contro Diabolikus (Nick Nostro, 1966), que produjo en Italia un pequeño boom de este tipo de producciones protagonizadas por superhéroes más o menos enmascarados. [Marcos Muñoz Vera: Más rápido que una bala: El cine de superhéroes en 50 películas. Barcelona: Editorial UOC, 2021.] El rodaje latinoamericano favorece que el enmascarado sea en esta ocasión un luchador apodado “Goldface” —Cara Dorada— en alusión nada sutil a Santo, el Enmascarado de Plata.

El guión, en la versión italiana, está firmado por Bitto Albertini, Palmambrogio Molteni e Italo Fasan, aunque en la española aparece también acreditado Jaime Jesús Balcázar, según la norma de la casa. El potaje, cocinado a seis u ocho manos, presenta una serie de atentados cometidos por el misterioso “El Cobra” contra las instalaciones de las empresas más prósperas de Venezuela. Entre ellas están las de Matthews (Hugo Pimentel), en cuyos laboratorios trabaja el pusilánime y mujeriego doctor Vilar (Santoni, para la ocasión “Robert Anthony”). Matthews decide pagar los dos millones de dólares que exige El Cobra para dejar los sabotajes y el joven científico se ofrece voluntario para hacer la entrega del dinero. El asunto no tiene demasiado misterio porque al punto descubriremos que Vilar no es otro que el invencible Goldface, campeón del cuadrilátero y justiciero a tiempo completo. A partir de entonces, las aventuras se suceden sin tregua: escalada de edificios, persecuciones en moto o avioneta, combates en el ring... Además de esta escenas de acción, el despliegue de medios en el asalto final a la base secreta de El Cobra es considerable y si las situaciones no revisten más espectacularidad es por la impericia de Albertini para ofrecernos algo que no sea una serie de viñetas de tebeo en pantalla grande.

Acompaña siempre a Goldface el forzudo Lotario. En una ocasión, para despistar a los villanos, también él se disfrazará de Goldface. A la doble identidad del protagonista y la artimaña favorecida por el disfraz y la máscara, hay que sumar que también sus enemigos hacen luchar en el ring a un “rudo” con su uniforme a fin de desacreditarlo y que El Cobra resulta no ser otro que —redoble— el propio Matthews, de modo que la duplicidad se convierte en el auténtico leitmotiv de la cinta, más allá de la megalomanía del villano y la integridad del héroe.

En una pirueta humorística final, solo una mujer (Evi Marandi) logrará vencer al luchador por puesta de espalda, mientras el locutor de la velada promete nuevos encuentros con el personaje que nunca tendrán lugar. Goldface se estrena en Italia el mismo año de su realización, pero en España habrá que esperar a 1972 y entonces “se presentó como producción totalmente italiana sin mencionarse la supuesta aportación de P. C. Balcázar”. [Rafael de España y Salvador Juan i Babot: Balcázar Producciones Cinematográficas: Más allá de Esplugas City. Barcelona: Universitat de Barcelona, 2005, pág. 111.]

domingo, 17 de marzo de 2024

nieves conde, años 70

  

En su reciente —escribo en marzo de 2024— análisis sobre José Antonio Nieves Conde, Rubén Higueras Flores argumenta su decisión de cerrar el estudio en 1958, año de finalización de El inquilino (1957) a gusto de varias instancias ministeriales, porque los avatares censoriales de esta película supusieron una cesura radical en su filmografía, abriendo con Don Lucio y el hermano Pío (1960) una nueva etapa en la que “atenúa su mirada lacerante hacia la sociedad española, diluyéndose ésta entre las fórmulas genéricas por las que su obra transita”. [Valencia: Shangrila, 2023, pág. 19.] Cuatro largometrajes más y un corto constituyen toda su obra cinematográfica durante los años sesenta. Los proyectos que no terminan de cuajar y se refugia en la televisión:

Aunque estos trabajos para televisión me servían para ir tirando, seguía pasándolo muy mal. Veía el futuro muy negro. Hasta que un día sonó el teléfono. Era José Frade, al que no conocía personalmente. Me dijo que quería hacer una película conmigo. Ya es raro que te ofrezcan una película por teléfono y más cuando llevas unos años sin hacer ninguna. [Francisco Llinás: José Antonio Nieves Conde: El oficio del cineasta. Valladolid: Semana Internacional de Cine, 1995, pág. 124.]

Al parecer, la propuesta era hacer una nueva cinta sobre la resistencia del Alcázar de Toledo, que Nieves Conde propuso reescribir para que no tuviera el enfoque épico del clásico de Augusto Genina. De todos modos, el proyecto nunca llegó a puerto, ante las reticencias del ejército y el anuncio de que una productora estadounidense estaba interesada en realizar una cinta sobre el tema. Frade le propone entonces que adapte una obra de intriga de Juan José Alonso Millán: Estado civil: Marta. De este modo, vuelve Nieves Conde a la gran pantalla y da inicio nuestro repaso de su producción “genérica” durante los setenta. Intriga psicológica, comedia de costumbres y un creciente interés por el erotismo serán los terrenos en los que se moverán los siete títulos que dirige desde el principio de la década hasta la misma víspera de la desaparición de la censura.

Marta / Dopo di che, uccide il maschio e lo divora (1971) es un cuento gótico, con sus sosias, con sus mansiones, con sus crímenes misteriosos, con sus jaurías de perros que persiguen a mujeres por el bosque... Y al tiempo es un relato con ínfulas psicoanalíticas directamente influido por Psycho (Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960). Los perros de Miguel (Stephen Boyd) persiguen a una mujer por las proximidades de su mansión. La mujer se llama Marta (Marisa Mell) y guarda un extraño parecido con su mujer, Pilar, que le abandonó dos años atrás. Marta trabaja en un club de alterne y un cliente la ha llevado hasta su casa y ha intentado estrangularla. Entonces ella lo ha matado. Miguel le ofrece su casa como refugio. Un comisario (Jesús Puente) investiga el asesinato y, tras una serie de misterios a propósito de los padres de Miguel —la muerte de la madre, el internamiento del padre en un psiquiátrico— ambos deciden que Marta se haga pasar por Pilar, de modo que pueda abandonar la mansión. Aunque la cinta resulta un tanto rutinaria en su concepción, está resuelta con cierto brío. La versión internacional incluye varias escenas de desnudos de Marisa Mell ausentes de la versión estrenada en España.

Historia de una traición / Nel buio del terrore (1972) es la consecuencia lógica del éxito comercial de Marta, de modo que constituyen un díptico en lo tocante a producción. El mismo equipo, con las incorporaciones de Sylva Koscina y Fernando Rey, factura inmediatamente una cinta muy alejada del clima claustrofóbico de la anterior en la que las vueltas y revueltas de la intriga planteadas en el libreto terminan obligando al realizador a no jugar limpio con el espectador, a base de hurtarle información o proporcionársela torticeramente, lo que termina resultando aún más insatisfactorio.

Carla (Mell) trabaja como prostituta de lujo. Mantiene una relación más o menos estable con Arturo (Boyd), un playboy pintor aficionado, y ha conseguido que Luis Mendizábal (Fernando Rey), un importante hombre de negocios, le ponga una casa imponente. Cuando se reencuentra con Lola (Sylva Koscina), una vieja compañera, le pide que vaya a vivir con ella. Lola es una soñadora un tanto indecisa, en tanto que Carla es una mujer pragmática y resuelta. Luis llega a casa un día en el que no está Carla e invita a Lola a comer con él. A partir de ahí inician una relación que se verá truncada cuando Luis Mendizábal se estrelle con su avioneta particular. Al tiempo, Arturo ha urdido una estratagema para sacarle el dinero a Carla.

Las señoritas de mala compañía (1973) supone un cambio de registro radical. Se trata de una comedia de costumbres con intención crítica. Doña Sole (Isabel Garcés) y doña Íñiga (Milagros Leal) mantienen un contencioso desde que el marido de ésta le puso un piso a aquélla en una pequeña ciudad de provincias. El piso ha terminado convertido en burdel. Allí trabajan la romántica Charo (María Luisa San José), enamorada de un buen chico (Emilio Gutiérrez Caba) que quiere opositar; la arisca Lola (Esperanza Roy), la única que aguanta los caprichos infantiloides del hijo de doña Íñiga (José Luis López Vázquez); Elo (Marisa Medina), hecha al chuleo al que la somete el propietario del bar de la esquina (Rafael Hernández); la pragmática Dominga (Concha Velasco); y Eloy (Manolo Gómez-Bur), un homosexual que trabaja como chico para todo. Una vez planteados estos sencillos conflictos y completado el cuadro provinciano con un grupo de maridos rijosos, mujeres beatas y un cura (Ismael Merlo) comprensivo con las debilidades de la carne, la película propone el mismo giro que la contemporánea Villaviciosa de al Lado (Nacho G. Velilla, 2016): toca la lotería de Navidad en el burdel y todos los hombres llevan alguna participación. Doña Sole pretende reconvertir el negocio en un hotel decente y, fallecida doña Íñiga del berrinche, las beatas asedian a la propietaria de la casa de mala nota para que invierta el dinero en el pueblo.

La ambientación y el vestuario traicionan el momento de la realización, aunque los diálogos remiten a final de los años cuarenta o muy principios de los cincuenta, cuando aún había tolerancia con la prostitución estable y estaban a la orden del día las cartillas de racionamiento. También hay un cierto empeño sociologizante, desbancado por las elecciones de Frade como productor, y una cancioncilla pegajosa de Gregorio García Segura que acentúa aún más el efecto de extrañamiento.

Prótesis, heces, mucosidades, babas, degluciones, excrecencias... La revolución matrimonial (1974) despliega un completo catálogo escatológico en su descripción del matrimonio fracasado de Pedro (José Luis López Vázquez) y Begoña (Analía Gadé). Es el modo en que Rafael Azcona concreta en el guión lo que en la comedia adaptada era un vodevil que daba otra vuelta de tuerca a Belle de jour, novela de Joseph Kessel y película de Luis Buñuel. Porque Begoña, la esposa insatisfecha, condenada al autoritarismo de su marido, al cuidado de un padre senil (Ismael Merlo) y un hijo caprichoso y descerebrado (Pedro Alonso), adopta por las tardes la personalidad de Cuqui, una chica de alterne dicharachera y desinhibida. Cuando Pedro lo descubre... decide seguir el juego. Azcona ya había trabajado en el desarrollo de un profesional de la medicina patológicamente reprimido, interpretado por el mismo López Vázquez, enfrentado a un personaje femenino desdoblado (Geraldine Chaplin) en Peppermint frappé (Carlos Saura, 1967). Entonces Saura impuso una clave alegórica al argumento. En cambio, en La revolución matrimonial se superponen, como capas que no terminan de encajar del todo, la comedia sexy de destape producida por Frade, el esperpento que satiriza la institución familiar y la educación nacional-católica escrito por Azcona y el drama feísta y descarnado sobre la pareja en el mundo contemporáneo rodado por Nieves Conde. Ésta es su última película para José Frade. Casa Manchada (1975) será producida por Andrés Velasco para Hidalgo P.C.

A pesar de que Emilio Romero —autor de la novela Todos morían en Casa Manchada en 1969 y de la adaptación teatral de 1974— aseguraba que su obra no tenía tesis ni mensaje, que se trataba simplemente de una novela romántica, en la versión cinematográfica de Nieves Conde la casa solariega es evidentemente la España fratricida. La contienda de 1936 no es más que un eslabón de la cadena que va de las guerras carlistas del XIX y las revueltas anarquistas de principios del XX a las incursiones del maquis en España. Tal es la continuidad planteada por el prólogo y el último acto y la secuencia planteada por el propio Emilio Romero, dado que en cada uno de estos conflictos morirá el propietario de la finca. Siempre hombres, porque la familia de Álvaro posee los labrantíos por la gracia de Dios y estos se transmiten de generación en generación con familias de aparceros y trabajadores siempre agradecidos por el trato paternal que se les depara. Las balas que acaban con ellos hasta constituir una maldición que siempre proviene de fuera. En Casa Manchada no hay conflicto social que valga. Vamos con Álvaro (Stephen Boyd), que regresa de la guerra en 1939. Ha combatido como falangista, ideología de la que Nieves Conde nunca abjuró. Pero, frente a sus antepasados, él ha salido incólume de la contienda y su biografía girará en torno a la mujer. Tres en concreto que son de nuevo tres símbolos. Elvira (Carmen de la Maza) es la esposa legítima, perteneciente a su misma clase social, pero enfermiza y estéril. Laura “La Romántica” (Sara Lezana), a la que encuentra un día desmayada en su propiedad y que queda instalada en la casona a la espera de una investigación judicial es la pasión, devoradora y fugaz. Rosa (Paola Senatore) es la mujer futura, hija del administrador de la finca, fallecido junto al padre de Álvaro; ha estudiado, está dispuesta a asumir el estatus de señora de la casa cuando el señorito enviude —no antes, como Laura— y exhorta a los labradores a seguir trabajando la tierra a pesar del abandonismo del patrón “porque Casa Manchada también les pertenece a ellos; todos ayudaron a hacerla y no quieren que se hunda; quieren seguir viviendo y usted tiene la obligación de ayudarlos”, según le espeta a Álvaro.

El enfrentamiento dialéctico entre Álvaro y el cabecilla (Cris Huerta) de la partida del maquis que le ha secuestrado para cobrar un millón de pesetas por su rescate, pone de manifiesto una vez más, la tesis de un relato que se supone que carece de ella: que entre un falangista y un comunista no hay tantas diferencia como entre un español y un soviético:

—Aquí donde me ves, yo podría estar en Moscú paseándome como un señorito, pero mi deber está aquí. Allí me hicieron general y me pusieron un nombre ruso, pero nuestra revolución tiene que ser otra cosa. ¡Aquello no era un paraíso ni leches! Siempre diciendo que son los tíos más cojonudos... A mí me cabreaba el haber nacido en un país como España, que según ellos no había inventado nada ni hecho nada. ¡Figúrate, si tenemos libros de Historia para empapelar Moscú!

La novela tenía una tercera parte protagonizada por la hija de Rosa y Álvaro y ambientada en el Madrid de finales de los sesenta:

España era aliada de Norteamérica, y aunque los dirigentes políticos del mundo refunfuñaban siempre sobre el régimen político del general Franco, España había superado el cerco internacional de la posguerra mundial y circulaba con relativa normalidad en el mundo de las relaciones exteriores. El régimen político había perdido impermeabilidad y dureza, y se adiestraba con cautela en la construcción de una democracia o de una apertura política. Habían, desaparecido los mitos ideológicos, y una nueva sociedad se instalaba en la nueva revolución del bienestar. [pág. 272]

Pero tamaña justificación del Régimen carece de sentido en sus postrimerías, amén de dañar la unidad dramática de la película, que finaliza con la marcha de Rosa y un fuego purificador que acabará con la maldición: el hijo de Álvaro no nacerá en Casa Manchada. Cuando por fin se estrena en Madrid, en 1980, su anacronismo es tan patente que el crítico titular del diario ABC hace notar que “quería ser atrevida eróticamente —con desnudos, incluso, aunque no fuesen integrales— siguiendo la corriente, de actualidad plena hace cinco años, de prescindir de la exhibición de lencería —máximo atrevimiento hasta entonces— para, pasando a la exposición epidérmica, lograr la atención del público”. [ABC, 12 de junio de 1980.]

Bastante antes se ha estrenado Volvoreta (1976), una adaptación de una de las primeras novelas de Wenceslao Fernández Flórez. Se la encarga de urgencia Rafael Gil, director general por entonces de Azor P.C., una empresa vinculada a las necesidades de importación de Warner Bros. Aunque las obras de Fernández Flórez —sobre todo las de carácter humorístico, pero también alguna de tono naturalista— habían sido repetidamente adaptadas al cine en la década de los cuarenta, Volvoreta, novela con una fuerte componente de erotismo, no llega a las pantallas hasta 1976. Y lo hace encarnada por Amparo Muñoz, cuya presencia se convierte en el centro del relato por motivos de producción. Por eso los intentos de Nieves Conde por ofrecer un contexto social susceptible de ser interpretado en clave contemporánea resultan tan meritorios como descentrados.

Federica (Amparo Muñoz), conocida como “Volvoreta” (mariposa), entra a servir en el pazo de los Abelenda. Isabel (Mónica Randall) mantiene un noviazgo con Rodeiro (Ramiro Oliveros), joven profesional de ideas republicanas, lo que trae a mal traer a doña Rosa (Violeta Jiménez). El otro hijo, Sergio (Antonio Mayans), opositor al cuerpo de oficiales de Correos, se siente atraído por la muchacha. Cuando doña Rosa descubre el idilio la echa de la casa. Sergio debería casarse con Luisita Acevedo (Isabel Mestres), una muchacha de su clase, hija del banquero Acevedo (Rafael Navarro), lo que resolvería además las estrecheces económicas por las que pasa la familia. Pero la pasión que ha despertado en Sergio Volvoreta hace que la siga a la ciudad con la excusa de sus estudios. Allí entrará a trabajar en El Avance el periódico republicano en el que colabora Rodeiro. Pero tanto El Avance como Volvoreta están en la nómina del banquero Acevedo. Sin embargo, Sergio —al menos en la interpretación de Mayans— carece de vigor como para que nos conmueva su tragedia de desclasado. La fotografía y la dirección artística tampoco ayudan a engrasar este desfase entre la naturaleza del proyecto, sus intenciones y la precipitación con que Nieves Conde debió acometerlo tras el despido por parte de la productora de Rafael Moreno Alba, lo que le llevó a trabajar con un tratamiento trazado ex novo y un ejemplar de la novela. Probablemente por ello hay escenas con desarrollo propio, independientes del desarrollo general del argumento. Es el caso de la recepción de Año Nuevo en el pazo, donde se perfila claramente el clima ideológico del momento con todas las fuerzas en conflicto: republicanos y terratenientes, el clero y la emergente burguesía capitalista, señores y criados.

Más allá del deseo (1976) era la película para la que Rafael Gil había llamado a Nieves Conde antes de que se cruzara en su camino Volvoreta. El argumento, basado en la novela Mónica, corazón dormido, de Ramón Solís, se desarrolla según el siguiente esquema: la policía le pide al pintor Pedro Bernáldez (Ramiro Oliveros) que identifique a Mónica (María Luisa San José), que acaba de morir en un accidente de tráfico. El comisario (Francisco Merino) le pregunta también por el otro fallecido, Cristóbal (Ricardo Merino). Una serie de flashbacks van desvelando la evolución de la relación entre el pintor y su amante desde el momento en que él, aún neófito, opta a una beca para viajar a Roma hasta el presente, cuando recibe la llamada de Mercedes (Patricia Granada), la viuda de Cristóbal, dispuesta a desvelar qué relación había entre su marido y Mónica. Pero Mercedes tiene una amiga, Carla (Mónica Randall), que también parece tener algo que ver con el pasado de Cristóbal y que admira a Pedro como artista. Las cada vez más enrevesadas relaciones del presente —hay un personaje ausente hasta el final que vincula a todos los demás— tienen su eco en el pasado, cuando Mónica no llegaba a entregarse a Pedro mientras él no terminara con Pilar (Isabel Mestres), su esposa enferma.

Acaso la novela tuviera algún valor que a uno se le escapa. La adaptación resulta tan pompier como el retrato de Mónica como Venus naciendo de las aguas que pinta Pedro y que tiene un valor esencial en la trama argumental. Ésta parece servir de mero armazón para presentar unos cuantos desnudos femeninos, sin que el conflicto del pintor entre su compromiso con su obra y el mercado del arte tenga nunca más consistencia que le otorgan unos diálogos altisonantes. Uno de ellos parece aludir a la circunstancia del propio cineasta:

—Te estás amanerando. Sólo pones oficio.
—¿Y te parece poco?
—Y ningún sentimiento.
—Lo lamento. Y no creo que pueda dar más si no soy sincero a la hora de pintar.

En una planificación regida por el transfocator, el último plano de la película es precisamente un zoom al lienzo en blanco que el pintor acaba de colocar en el caballete. ¿Es la voluntad de empezar de cero, como declara el artista, o un viaje a la nada, el anuncio del vacío al que se va a ver abocada la filmografía de Nieves Conde? Cuando le homenajearon en Valladolid, en 1995, relató con amargura su jubilación:

Hice todo lo posible para que Más allá del deseo no fuera un canto de cisne. En aquellos días la vida era como un torbellino, el ir y venir, el dar vueltas y revueltas política y socialmente no era favorable para el discurrir del cine español. Terminé de desarrollar dos historias, una de intriga, la otra social. La historia de intriga era alucinante, se desarrollaba en torno a una familia un tanto freudiana, entroncaba con una de mis primera películas, Angustia [1947]; la otra era una historia de camioneros y agricultores luchando contra los ya grandes monopolio acaparadores de los mercados, siguiendo la línea trágica e irónica que había desarrollado en Surcos [1951] y El inquilino. [Francisco Llinás: Op. cit., pág. 143.]

Desde luego, la segunda estaría hoy de plena actualidad.


Filmografía como director:

Senda ignorada (1946)
Angustia (1947)
Llegada de noche (1949)
Jack el negro / Black Jack (1950), director adjunto de Julien Duvivier
Balarrasa (1950)
Surcos (1951)
El cerco del diablo (1952), codir. Edgar Neville, Antonio del Amo, Arturo Ruiz-Castillo, Enrique Gómez
Rebeldía (1953)
Los peces rojos (1955)
La legión del silencio (1955), codir. José María Forqué
Todos somos necesarios (1956)
Entre hoy y la eternidad / Zwischen Zeit und Ewigkeit (1956), director adjunto de Arthur Maria Rabenalt
El inquilino (1957)
Don Lucio y el hermano Pío (1960)
Prohibido enamorarse (1961)
El diablo también llora (1963)
El sonido de la muerte (1965)
Cotolay (1966)
Marta / Dopo di che, uccide il maschio e lo divora (1971)
Historia de una traición / Nel buio del terrore (1972)
Las señoritas de mala compañía (1973)
La revolución matrimonial (1974)
Casa Manchada (1975)
Volvoreta (1976)
Más allá del deseo (1976)